Ayuda o control: El precio de ser ciego en un mundo que no entiende

A continuación, copio un artículo publicado por Jesús Antonio Cota Rodríguez, el autor, en su cuenta de Facebook. Me he animado a traerlo a este espacio, después de ponerme en contacto con Jesús, porque considero que es un texto directo y claro, que recoge pensamientos y sentimientos que tenemos muchas personas ciegas en nuestra vida cotidiana y porque me parece que tiene cabida en los objetivos de este proyecto personal.

Ayuda o control: El precio de ser ciego en un mundo que no entiende

Copyright 2024: Este texto pertenece al perfil de Jesús Antonio Cota Rodríguez. Si lo ves en otro lado sin créditos, alguien lo pirateó porque no tuvo el valor de decir algo tan crudo y necesario. Este texto no es para adornar el mundo, es para incomodarlo.

A veces, lo que más duele no es la ceguera. Lo que más duele es lo que el mundo decide hacer con ella. Nos convierten en inspiración cuando hacemos lo básico, nos borran cuando necesitamos ser escuchados, y nos controlan cuando solo pedimos ayuda. Este texto es para los ciegos, para sus familias, y para la sociedad. Pero sobre todo, es para que todos se cuestionen. Porque lo que voy a decir aquí no es bonito, no es cómodo, pero es la verdad.

Cuando la ayuda se convierte en control
Quiero empezar con algo que la mayoría no entiende: la diferencia entre ayudar y controlar. Ayudar es abrirte una puerta, enseñarte a cruzarla y dejarte caminar solo. Controlar es abrir la puerta, pero decidir por dónde debes caminar, cómo debes hacerlo y hasta dónde puedes llegar.
El problema es que, muchas veces, la gente que nos rodea no ve la diferencia. Piensan que nos están ayudando, cuando en realidad nos están robando nuestra autonomía. Esto pasa en todos lados: en los trámites, en el trabajo, en casa.

Los trámites: Invisibles por sistema
Imagina esto: llegas a una oficina con tu bastón y todos tus papeles en regla. Vas preparado, listo para hablar por ti mismo. Pero el empleado no te mira a ti, mira a la persona que te acompaña.
“¿Qué necesita?” pregunta, como si tú fueras incapaz de responder.
Intentas hablar, pero no importa. La conversación siempre es con el acompañante. Al final, el trámite que era tuyo lo hacen ellos, no porque no puedas, sino porque nadie cree que puedas. Y así, poco a poco, te borran.

El trabajo: Cuando ser ciego te define más que tu talento
Ahora hablemos del trabajo, si es que llegas a conseguir uno. Porque para empezar, nadie quiere contratarte si no es para llenar su cuota de inclusión. Y cuando por fin entras, te das cuenta de que tu trabajo no se mide por lo que puedes hacer, sino por lo que creen que no puedes.
Te asignan tareas simples, te pagan menos que a los demás, y cada vez que intentas demostrar tu capacidad, te dicen: “Es que no queremos que te esfuerces demasiado,” “Es que esto es lo que podemos ofrecerte.”
Pero ¿sabes qué duele más? Que muchas veces, incluso los ciegos aceptan esto como normal. Se acostumbran, se conforman, y hasta defienden el sistema. “Es lo que hay,” dicen. “Al menos tengo trabajo.” Pero ese “al menos” es una daga que te recuerda que el mundo no espera nada de ti.

En casa: La jaula disfrazada de amor
Y cuando no puedes más, cuando el mundo te cierra todas las puertas, recurres a tu familia. Y ellos, con la mejor de las intenciones, te ayudan. Pero esa ayuda, sin querer, se convierte en control.
Primero te llevan, luego te acompañan, luego hablan por ti. Y antes de que te des cuenta, todas las decisiones de tu vida las están tomando ellos. Desde qué comer hasta cómo gastar tu dinero.
A los familiares que leen esto, quiero decirles algo: sé que lo hacen con amor. Sé que quieren lo mejor para nosotros. Pero el amor no es decidir por nosotros. El amor no es control. El amor es dejarnos ser, dejarnos equivocarnos, dejarnos aprender.
Pero claro, es más fácil protegernos. Es más fácil decidir por nosotros y pensar que estamos progresando. Porque, ¿qué pasa si fallamos? ¿Qué pasa si nos caemos? Pues pasa lo que pasa con cualquier persona: aprendemos y nos levantamos.

La sociedad: De la lástima a la admiración vacía
Y luego está la sociedad, con sus frases vacías y su condescendencia disfrazada de admiración. “Eres una inspiración,” “Yo no podría,” “Qué valiente eres.”
¿Valiente? ¿Por qué? ¿Por ir al supermercado? ¿Por intentar hacer un trámite? ¿Por existir? Esa admiración no es un cumplido, es una etiqueta que nos reduce a nuestra discapacidad. Porque no nos están admirando como personas, nos están admirando porque, en su mente, un ciego no debería ser capaz de nada.

A los ciegos que ya se rindieron
Y aquí es donde viene la parte más dolorosa: los ciegos que han aceptado este sistema. Los que han decidido que es más fácil conformarse, que es mejor depender de los demás que luchar por su independencia.

Un llamado a todos
A los familiares: Deja que vivan. Déjalos decidir, déjalos equivocarse, déjalos aprender. Porque cada vez que haces algo por ellos, les estás robando la oportunidad de hacerlo por sí mismos.
A la sociedad: Deja de tratarnos como si fuéramos menos. No somos héroes, no somos inspiración, no somos frágiles. Somos personas con derechos, capacidades y sueños.
A los ciegos: No te rindas. No aceptes menos. No dejes que el mundo te defina. Porque tu vida es tuya, y nadie tiene derecho a vivirla por ti.

¿Qué te habría gustado encontrar en tu familia?

Después de mucho tiempo sin aparecer por aquí, y quizá debido a la tradición de los propósitos para el nuevo año, me propongo seguir con el proyecto que con tanta ilusión comencé y que ha permanecido por muchos meses parado, sin nuevas aportaciones.

En el último artículo que publiqué, había empezado a hablar sobre las creencias percibidas por las personas ciegas en el entorno familiar. En realidad, lo que me interesaba era lo que recordaban las personas entrevistadas sobre las actitudes de los demás hacia ellos por su falta de visión, como lo percibían, cómo lo interpretaban y qué consecuencias creían que había tenido en sus vidas. En éste, me centraré sobre todo en cómo les habría gustado ser tratados, que echaron de menos y que les molestaba especialmente.

Según las respuestas obtenidas, muchas de las personas entrevistadas habrían preferido una relación más equilibrada con los miembros de su familia, basada en la normalización de su ceguera. Expresan que, en algunos casos, se sintieron sobreprotegidas o limitadas por expectativas impuestas, lo que dificultó su autonomía y confianza. Estas personas habrían preferido un trato más natural, donde se hubiese respetado su capacidad para enfrentarse a retos cotidianos, sin subestimar sus habilidades ni imponer barreras innecesarias. La clave sería apoyar, pero sin obstaculizar la libertad para desarrollarse plenamente como individuos. Al mismo tiempo reconocen la dificultad para ello y están convencidas que sus padres hicieron lo que pudieron.

Por ejemplo, un chico lo expresaba así: “Me hubiese gustado que me tratasen como un tipo normal, que tiene una dificultad, más que una discapacidad. no tenemos la capacidad de ver, por tanto, tengo dificultad para hacer algunas cosas, pero nada más, al final son más los impedimentos que te ponen otros que lo que implica la propia ceguera”. Una mujer lo recordaba de este modo: “Me habría gustado que todo el mundo viese que tenía mis limitaciones por la persona que era, pero no por la ceguera. Odiaba salir cuando venían las visitas porque les daba pena, estaba cansada de escuchar lo de pobrecita”. Y otro comentaba: “Me habría gustado que me hubiesen tratado con un poco más de mano suelta, al final era todo no puedes hacer esto porque no ves”. Una mujer recordaba que echaba de menos el que la tratasen como a los demás y que muchas veces había deseado pasar desapercibida. Otra que se sentía mal cuando no era capaz de hacer algo, por ejemplo, en algunos juegos con los demás, y aunque entonces había llegado a sentirse bien como observadora, visto desde el presente le habría gustado ser más participativa, que la hubiesen animado y no retirarse con tanta facilidad.

Dentro de esa falta de normalidad, estaría lo comentado también por varias personas y es el sentirse molestas al ser admirados por realizar cosas que ellos consideran nimias, simplemente logradas por el aprendizaje, ya que esa admiración refleja el que no te ven capaz de realizarlas y por ello te llegas a sentir inferior.

Indagué sobre algunas de las cosas específicas que les molestaban de las que hacían los demás. Muchas estaban relacionadas con cuestiones que ellos pensaban que podían hacer solos y los demás desconfiaban o no mostraban seguridad al respecto. Una mujer contaba que su madre la quería acompañar a la universidad porque tenía que coger muchos transportes y le decía que iría con ella hasta que fuese capaz de hacerlo sola, hasta que un día decidió volver por su cuenta sin que su madre lo supiera. Otra que sabía que cuando empezó a salir sola con el bastón, su madre se asomaba a la ventana, le daba mucha rabia: “Me hubiese gustado que me hubiesen dejado equivocarme, con tanta protección vives en una situación de confort y lleva al miedo, a bloquearte, y eso no ha sido bueno para mí. Lo que más me molestaba era que no me dejaban, que siempre estaban encima”. Varios entrevistados también comentaron que les resultaba muy desagradable cuando los demás se comunicaban a través de gestos, aprovechando su ceguera.

Muchas de ellas coincidieron en que sus padres eran más exigentes en cuanto a los resultados académicos, al considerar que el desempeño escolar sería clave para su desarrollo personal y su inserción futura en la sociedad. Sin embargo, esta rigurosidad no se reflejaba en el ámbito de la autonomía personal y las actividades de la vida diaria dentro del hogar, donde eran mucho más relajados. Esto puede deberse a una sobreprotección natural o al temor de que enfrentasen riesgos, lo que, paradójicamente, puede limitar las oportunidades de desarrollar habilidades esenciales para su independencia.

Así lo sintetizaba un hombre de unos 60 años reflexionando sobre las repercusiones que este asunto había tenido en diferentes facetas a lo largo de su vida: “Lo de la movilidad ha sido un problema porque te genera una dependencia eterna, lo achaco a los miedos que fui adquiriendo y a que siempre he tenido mucha gente a mi alrededor que me resolvían lo que podía suponer dificultades para mí. Me dieron a entender que una persona que ve siempre hará las cosas mejor que tú, más fácil y más rápido, te dejas llevar, lo aceptas. Aunque lo he pagado muy caro después”. Quizá dentro de esa aceptación estaba la mujer que se planteaba que a veces es difícil saber si esa sobreprotección te arropa o te limita.

Otra mujer se resentía de lo que le exigían sus padres en cuanto a los resultados académicos, ya que considera que al final las expectativas que ponen en ti, te las pones tú misma, y eso es duro. Sin embargo, había echado de menos que tuviesen en cuenta más aspectos emocionales, especialmente lo de como se sentía cuando los otros niños no jugaban con ella en la escuela. Una chica que no está nada interesada por el maquillaje y el vestir le molestaba que su madre intentara que se ocupase en aspectos de la imagen. Otra echaba de menos que le hubiesen enseñado a cocinar. Pero bastantes de ellos, que no creyesen que podían hacer cosas solos, que les ayudasen en todo o que les impidiesen tomar sus propias decisiones.

Una mujer afirmaba que le hubiese gustado que sus padres hubieran hecho caso a los profesionales y no la hubiesen protegido tanto, reconoce que habría llorado mucho, pero le habría servido. Relataba que sentía como hostiles los ambientes en que ella se tenía que comportar de forma independiente y que había llegado a ser una niña desagradable y tirana con los que le facilitaban la vida.

Incluso en varios casos que los padres habían intentado evitar la sobreprotección y animaban a sus hijos a ser autónomos, en algunos momentos no actuaban de forma coherente, según ciertos entrevistados. Por ejemplo, un chico se enfadaba cuando ya de adolescente la madre quería ir a hablar con el profesor y otro cuando no le dejaba salir por la noche con los amigos, era entonces cuando los afectados les recordaban los principios de independencia que les habían inculcado.

Un hombre comenta que le habría gustado que sus padres hubiesen fomentado que se relacionase con personas que veían, por ejemplo, llevándole a algún campamento, por el contrario, en casa el mensaje era: “Los ciegos con los ciegos. Con el resto, tienes que ser agradable, caer superbién porque lo más a tener muy difícil”. Por tanto, creció con la idea de que sólo podía aspirar a que los demás, los que veían, le compadeciesen y le aceptasen.

Las personas que perdieron la visión siendo adultos, y que por tanto no tuvieron esas experiencias en la infancia, también han vivido la excesiva preocupación de los miembros de su familia que tienen más cerca. Aunque uno afirmaba que si no fuese por la ceguera sería por ser el hermano más pequeño, o por cualquier otra razón, que en el fondo es una manera de expresarle afecto. Sin embargo, otro reconocía que le molestaba especialmente porque esto pone de manifiesto su discapacidad, y, que aunque le gustaría responder de un modo más mesurado, le resulta difícil, sabe que esto tiene que ver con la falta de aceptación de su situación. Otro recuerda que en esos momentos él estaba muy enfadado y lo remataba diciendo: “No se puede ayudar a quien no quiere ser ayudado”.

Una mujer que también perdió la visión en una edad ya madura contaba que tenía que aprovechar cuando se quedaba sola en casa para realizar tareas que no le dejaban hacer cuando estaban los demás. Reconocía que a veces se dejaba llevar por la comodidad y que necesitó irse a otra ciudad, poner distancia para llegar a alcanzar cierto nivel de independencia. Lamentaba el tiempo que había necesitado para demostrarles y demostrarse que podía ser una persona relativamente autónoma, pero incluso cuando volvía al entorno familiar era complicado evitar los hábitos anteriores.

Varios entrevistados relataron que la experiencia de irse a vivir a otra ciudad por estudios o trabajo les resultó de gran ayuda para desarrollar nuevas estrategias y distanciarse de la protección de la familia. Aquí es interesante recoger la experiencia de los que se alejaron para ir a un internado, pues aunque es cierto que la mayoría afirman que les supuso una mejora en su formación personal, bastantes expresan el disgusto, incluso en algunos casos el trauma, que les supuso separarse de la familia y su entorno.

Resumiendo, prácticamente todas las personas entrevistadas, la primera respuesta que daban era que se habían sentido bien tratadas en su entorno familiar. A la mayoría les resultaba difícil encontrar cosas que les molestaban, sobre todo porque se ponían en el lugar de sus padres y entendían la dificultad para abordar la situación, aunque después eran capaces de encontrar ejemplos.

Para finalizar este artículo, me gustaría recoger las palabras que me dijo un chico de mediana edad: “La confianza que demuestra la gente que te quiere cuando eres pequeño, crea tu seguridad personal, y esa seguridad sirve después para afrontar la vida y sacar las uñas, porque cuando eres adulto de vez en cuando te encuentras en momentos que sufres discriminación, y te puedes quedar desarmado porque creías que eran cuestiones que ya estaban superadas en la sociedad”.